Dejaste el jardín a mediodía. Te fuiste por el camino más largo, por donde viven las secuoyas. Las nubes encontraron su rumor entre los árboles. Se decidieron a ser nubes y a escalar sus posiciones en el cielo, que derramaba su azul por donde el verde era más verde todavía.
En el aire había un hálito poderoso. Un alumbrarse entre las ingles. Un nombrar los espectros del día que se quedan en el pecho y alientan los nudos del corazón.
Te marchaste dejando las huellas en mis manos, tus huellas que me comían en los ojos, como cuervos desatados, como sombras en el día de mi muerte.
Te pedí una última estrella, y me besaste. Me besaste contra el olvido, contra la ausencia, contra el mundo que se desparrama entre los mares y no quería regresar donde mis pájaros.
Tus ojos me alumbraron el deseo. Apareció como una marioneta, como un pedazo de madera que viviese en su propio transitar, como un pequeño espacio en que la nada se cebó, y dejó su semilla verdadera que me creció en las pupilas.
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