Hay un río en el estrecho del silencio. Es un río sin rumores ni corrientes. Fluye despacio y sin desembocadura sigue eternamente su fluir entre los corazones de la tierra.
Es un río que no refleja los espejos. El agua se mueve con la aurora y duerme por las noches. Es un agua mansa, de bello despertar y de sueño inmenso.
Ese río es el amor, y en su cauce vive un deseo calmo, una fuente que es manantial que arde, y que se convierte en caricia, en piel de llama y en reflejo de un Dios que sueña el mundo.
Ese río es el alma, que se incendia cuando se enamora, que recoge las flores del corazón y las mantiene mojadas, las llora con su hálito y las siembra en los mismos pedacitos de la fragua.
Como un océano que detiene sus pasos y que termina allí donde nace el hielo, el río sigue su transcurso por los páramos, con el lodo que arrastra y con las piedras de una aridez extrema.
Así vive el amor, inmerso en su contrario, así el deseo que se llena de nada, y el vacío intenso que también se llena de su enemigo que lo transforma en agua.
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