Moriré por ti, a las diez de la mañana. Sonarán los campanarios. Se elevarán las elegías. Llorarán los pájaros que canté y el mar sollozará todas mis lágrimas.
A las diez de la mañana me pisarán los galgos de la muerte, los que la alevosía atravesará en mi destino de arena desangrada.
Moriré por ti y en mi sonrisa quedarán los dientes, conmovidos por la manzana que guardé por desearte.
Eres todo mi motivo, toda mi acechanza. Un deseo brutal de poseer en mis ojos tu mirada. Un anochecerse entre ese cielo amanecido que conserva la blancura lunar en sus desvelos.
Moriré por ti en la mañana, allá a las diez, cuando ya se ha comprado el pan y los semáforos cambian de carril, cuando los coches están aparcados frente a las casas de labor, cuando el amor se esconde entre los pliegues de la carne y se convierte en un tesoro oculto, en el mayor de los amores, en ese transitar oscuro desde el humo se transformó en ceniza.
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