miércoles, 17 de junio de 2015

Reflexión sobre El aroma del tiempo

Reflexión sobre el apunte de ayer. Las personas no podemos vivir en el absurdo. La vida nos tiene que tener un sentido. El absurdo puede ser utilizado por el arte, pero los seres humanos no podemos vivir en un dadá permanente, porque si no estamos abocados al suicidio o a la locura. Nuestra novela vital, nuestra película personal debe tener un argumento, el que nosotros queramos darle desde nuestra libertad condicionada por tantas cosas. No todo lo que trajo la modernidad es negativo. Trajo la libertad, y con ella trajo la angustia, la responsabilidad y el poder sobre la propia vida. Introdujo la incertidumbre, que no es negativa como pensamos sino positiva, porque toda vida verdadera se basa en la incertidumbre. No hay nada seguro y con eso es difícil vivir, pero cuando la seguridad está dentro de nosotros mismos no es necesario que también esté fuera. Una respuesta a la inseguridad permanente de toda vida es la fe, la confianza en la vida, en las personas que queremos y en nosotros mismos. Una fe que no tiene porqué ser religiosa, aunque si lo es también eso significa que nunca estamos solos en la vida. La vida nos es y nosotros somos en ella. En la vida nos construimos con nuestras experiencias, con nuestros sentimientos y pensamientos, con nuestras circunstancias, con nuestras reacciones frente a ellas. Cada palabra, cada acto tiene una consecuencia en nuestro interior. Si despojamos la vida del sentido que le quiera dar cada cual, si la convertimos en un vacío enorme, si es un hueco sin contenido, estaremos abocados a querer vivir cada instante de tal manera que llene ese vacío, así esos instantes tiene que ser muy fuertes, muy duros, muy potentes, para llegar a colmar esa angustia vital ante la muerte. Y deben sucederse constantemente unos a otros. Sólo cuando la vida tiene un sentido pueden vivirse los ciclos. El ciclo de despertar con el sol, de estar con uno mismo unos momentos, de dedicarnos a nuestras ocupaciones - que nos deben gustar, si no amar -, dedicarnos a la familia, a las amistades, a nuestras aficiones, gustos, hobbvys o pasiones y de poner el corazón en todas aquellas cosas que hagamos y que nos construyen, pensar, reflexionar para sentir con intensidad el canto de un pájaro o el color del cielo. Y así como a cada día le llega su final, su noche, a cada vida le llega la muerte, porque todo camino tiene un final, y por eso la muerte es hermosa, porque sin ella el camino no existiría. Quizá deberíamos volver a ser peregrinos y disfrutar caminando. Tenemos los ojos puestos en la meta, y no nos damos cuenta de la importancia del camino. He vivido los últimos cinco meses con una intensidad brutal. Y ahora me viene una gran necesidad de recogimiento. De lectura, de escritura - que no abandoné -, de estar conmigo misma, de volver a quedar a tomar café, de contemplación, de ver y sentir cómo todo ha incidido dentro de mí y me ha transformado, pues la vida nos va cambiando a medida que la vivimos. Necesito integrar las experiencias dentro de mí, no a través de mí. No que pasen y a por otras, no, sino vivirlas y sentirlas como grandes experiencias vitales y asimilarlas. Eso no significa detener la vida, sino detener los acontecimientos, vivir los intervalos, los intermedios, los umbrales. Esos días en los que sucede poco y que por eso mismo nos permiten comprender la vida y a nosotros mismos, porque cumplen la función de integrar nuestras experiencias, pensamientos y sentimientos. Y así podemos integrarnos a nosotros mismos. Contemplar no quiere decir ser un mero espectador, signirfica ver, mirar en y dentro de las cosas, llegar a su esencia verdadera de verdad y belleza. Ver la belleza donde se supone que no la hay, donde nos han dicho que vive la fealdad. Ver la belleza en un cuerpo gordo y viejo, verla entre el asfalto, entre la mierda... Si la belleza está en nosotros, en nuestra alma, podremos verla en los entornos más sórdidos. El contenido nos da forma, nos da motivos, nos da deseos. Eso confluye en la acción meditada, reflexiva. Eso nos lleva a plasmar en la realidad nuestra querencia. Eso diluye en la práctica la aparente dicotomía entre realidad y deseo. No podemos adaptar la realidad a nuestro deseo, pero sí adaptar nuestro deseo a la realidad. Ese por lo menos ha sido mi camino.

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