Me reciben los recuerdos. Se me amontona la distancia. Eres como un pálpito donde el corazón se ha cansado de girar, y se detiene, porque espera tu regreso.
Mi Amado, me resides. Estás en mí y me permaneces mientras yo también te permanezco.
Eres el cristal que mis ojos precisaron, eres mi necesidad más abyecta y más sublime. Eres la montaña de las flores que el cielo me puso en el camino, estás en la misma sangre que me atraviesa la piel, y en las cimas de la piel me rememora.
El Réquiem me recorre. Mozart surge entre las diosas. Se me pone entre los dedos y me abrasa este interior enamorado. Me abrasa este lenguaje de lluvia, de mes de mayo, de esta primavera que vino con la serenidad del beso que entre los labios muere.
Es cada atardecer una agonía pura. Un manto de sangre por el cielo. Un latir de gaviotas cerca de este Mediterráneo que enmudece su rumor de algas, de dádivas de agua.
Mi amor, este mar me pertenece. Le entregué mis naves, le di mis posesiones. Dejé que su espuma me clavase en esta cruz que el alba me reflejó en las ingles.
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