Me recorre el laberinto. Se me inmiscuye. Es como un rodar por la autopista hasta tus ojos.
Me lleno de ti, de tu color, de tus albas y tus noches, del escarlata que amanece y del púrpura que a la medianoche se propaga por el cielo.
Me incita la penumbra. Me incita a iluminarla. A crear con sus brumas el solsticio, el que vendrá entre las hogueras que derramarán su fuego en el horizonte de tus ojos.
Hiedra bendecida, creces en los arrabales del amor como los crímenes, como las malignidades que acechan en la orilla, y como las latitudes en que el mar es alabanza te deslizas en mi cuerpo y acometes la misión más cruda del destino.
El destino es azul, como tus ojos. Está envuelto en firmamento. Sigue la senda alada de los cielos.
Como un entrecruzarse de aromas volcánicos, terribles, eres derramándote en mí, en esta piel que te anhela más allá de todo el tiempo, más allá del deseo que engendró este amor que me sostiene, feliz, en la alegría.
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