Amor, hay un estanque donde el agua no se mueve. Está tranquila, como esas tardes de domingo en que el tiempo aparca sus temores, y en que la muerte nos parece más cercana. Morir debe parecerse a ese estar sin ser que nos agravia, a ese estar sin sernos y sin pretender más nada que enquistarnos en nuestra misma soledad.
El amor nos deja espacios, permite que nos miremos desde el cielo, nos abandona en el umbral en el que el sol nos gira y nos envuelve incluso a medianoche.
En esta sed de ti que me atraviesa como un junco que no tiene más que hambre, busco esas aguas quietas, serenadas por el pozo que no deja de brotar, por esas oscuridades intensas que se vuelcan con la venida de la luz.
Alumbro el amor. Alumbras el deseo. Y en esta quintaesencia miro cómo vibran los relojes, cómo se ausentan los relámpagos, cómo evito que las rayas se amontonen entre ristras ajadas y lunares, cómo mi celulitis se llena con el polen de las mariposas.
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