Miro una quimera. Soy esa quimera que me mira, que es azul como los dáimones y veo en sus ojos cómo florecen los nidos de los pájaros.
Te sobrevuelo en mi mirada. Voy a ese lugar donde estuviste, donde hablaste de mí y me mencionaste, como se menciona a los cometas y su vida que viajan desde el cielo donde la luna se esconde en sus mareas blancas de azucena.
Te sobrevuelo y te persigo sin seguirte. Me repliego a este lado del camino y confío en que la latitud se acercará. Entonces tus palabras serán las cremaciones que sólo vemos a lo lejos.
Amor, ¿me vives desde ese verdor y esas aguas en que se deslizan los senderos, dónde las piedras se multiplican en arroyos donde caben las estrellas?
¿Tu alma es blanca, qué castillos construyes, qué bosques los rodean?
Recojo los nenúfares del viento. Son tardíos. Se visten de soledad y, humedecidos, tiritan los estanques.
Hay una cualidad en el amor que lo mantiene. Es la esperanza, es la búsqueda de ese semen que contenga la cantidad justa de amor y que pueda sostenerse en el mismo vacío en el que vuela.
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