Amor, si hay un resquicio por dónde pueda verte, por dónde mi alma te atesore, como si fueses ese fuego líquido que pasa por mis venas y atraviesa mi mismo corazón, allí me arrodillaré con las cerillas para que el fósforo ilumine mi camino.
Hay un acantilado allá a lo lejos, un acantilado al que visitan los suicidas, y es impune. No son culpables las montañas, ni la nieve de las cimas. Su ladera es transparente.
Se acumulan tantos cuerpos muertos, tantas almas que lastiman el aire en el que viven. Sus gemidos se pierden en el viento y es el viento el que me trae la luz con que te miro.
Los madrigales se reúnen. Suenan los maitines. Llega el Ángelus. Caen los rosarios. Oigo el Réquiem y en las campanas se confunden las notas del amor, de ese amor que brilla entre los muertos, amor de cañaverales y de flores.
Amor, las sombras me suspiran. Me dan un hueco, un lecho en el que amar. Me regalan la noche para que entre sueños me insemines y seas mi ángel encarnado.
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