miércoles, 29 de julio de 2015

Detuviste el tiempo

Amor, detuviste el tiempo. El tiempo se llenó de mariposas, de venas que se abrían sin sangrar, de crisálidas ardientes que palpitaban del frío interior de su propio fuego. No amanecía. La oscuridad hablaba y su voz era la voz de ese Mesías que falta por nacer, que nos contaba que la sombra tenía su reverso, y no era la luz sino el mismo cielo teñido de los rojos que la aurora nos entrega y que en ella misma crecen. La noche era noche propiamente. Noche con luciérnagas en el beso, noche en el alma que envolvía los cuerpos, la desnudez de los cuerpos amantes, el peso leve de esa misma desnudez teñida de oscuridades que aniquilaba la soledad, que se embebía de la sangre que surcaba las arterias del cosmos. Noche hecha de carne, de latido de la carne, de piernas, brazos y muslos abiertos, noche penetrada por la estrella, por la luz de la estrella, por el astro triunfante, por la bestia que quiere devorarla y que en su hambre recuerda el amor con que el Verbo habló entre las tinieblas.

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