Amor, hay un cangrejo en la playa que me mira. Se va atrás y hacia delante. Me recuerda la danza de los muertos, cómo bailan en sus tumbas, cómo los gusanos los corrompen, cómo se deshilachan sus vestidos, cómo se hinchan y se pudren.
La destrucción también puede ser hermosa.
El alma se encarnó en la palabra. El verbo nombró y en su cercanía surgió el cuerpo, el amor del cuerpo por la sangre, la sangre que expandía y celebraba la enormidad de la semilla.
Amor, que ocupas el espacio de mi cuerpo, que en mí regresas y te extiendes, me dirás si el tiempo en que los pájaros vuelven a trinar llegará pronto, si esas aves llevan en sí los ojos de un Dios que nos respira, si en el sudor de los ángeles hay un ángulo que terminará siendo la lluvia.
Los dioses se ocultaron y su memoria nos olvida. Nos salvan los estertores de las rosas, las migajas que desde el cielo caen al desierto. Un desierto que no recuerda que hubo un día en que llovió el pan de la costumbre, el deseo que se hizo flor en un oasis de tentaciones y becerros.
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