Amor, se abre la montaña. Se abren sus caderas. Se envuelve en la sombra de su dios, en el sueño turbador de sus nenúfares.
Me pongo la armadura. Soy la Dama, la que corre entre centellas, la que mira en el lugar donde ha ocurrido, donde ha sido el corazón más corazón que la corriente, la que corre río arriba, la que es sangre de noche deslizada hacia tu cuerpo.
Amor, qué rocío me ha llevado hasta el deseo, hasta ser la misma nada que transporta el firmamento, y verme en ti, en tu penumbra, en la niebla que devoras, y ser esa niebla blanqueada por la escarcha.
Mi Amado, llegas hasta oriente y sales, nacido entre mis muslos, nacido entre mis piernas, y de mis ingles absorbes la humedad. Te sitúas en las antípodas del tiempo siendo tiempo como yo, siendo el oro de las horas, el platino, la erección de un sol convaleciente que se irá a soñar con las luciérnagas.
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