Amor, qué penumbra crece dentro de las dalias que germinan permaneciendo oscuras. Qué niebla llevo dentro de las ingles, fecunda en llanto, y arrastrada.
La niebla se arrastra, y al levantarse su bruma me abandona.
Amor, tus ojos se mantienen alumbrando la calidez de mi sangre. Tus ojos son deudores de mi cuerpo. Y mi deuda se te queda entre los labios.
Soy en cuanto a ti, en cuanto al invierno, y en cuanto a los jazmines que vendrán, que acostumbran a vivir el corazón como un afluente.
Hay un roce infinito en el agua, en la piedra que la late. Sus pálpitos me devuelven la espesura. Y en ese bosque, en ese bosque umbrío en que sólo la savia se florece, se resguardan las voces de los pájaros en un coro sediento de esmeraldas.
Amor, que en mí eres, dime si la estrella que puse entre tus pies te pertenece. Dime si su sombra es como una cruz donde viven las luciérnagas.
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