Amor, hay un templo en la llanura. Las estatuas son de bronce como es de bronce mi reinado cuando se retiran las sombras. Las sombras se adormecen en mis manos. Son como letanías pequeñitas que al decirlas mueren. Son como guisantes negros que se atragantan y se asfixian. No perduran en el corazón del frío.
Amor, entro en el templo como entro en ti. Cierro la puerta con cuidado. Miro si hay ventanas, y si sus cristales me reflejan, para verme con tus ojos.
Un jarrón me devuelve las flores. En el delirio me persiguen. Pisan el suelo tras de mí, aromándolo, como se aroman mis sueños por las noches, cuando vienes y me follas como un santo.
Amor, qué encrucijada mantiene el templo en el desierto, qué rojos de amaneceres se contemplan desde la cruz de su mirada, qué aves submarinas se dejan caer sobre su suelo.
Amor, crucíficame a la entrada, deja que mi sangre caiga y me redima, deja que tu sangre se funda con la mía para atravesar toda la sed y que en mí se contenga la lluvia de la divinidad.
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