Me embriagas como un bosque, como una playa, como un crepúsculo.
Como un párpado muy mate, bajo un nido vulne-
rable.
Me embriagas con el bucle, los dedos,
las esquirlas, los gestos,
con las variables de la carne, a través de la piel paciente, al
decir;
con la cintura ceñida a la luz
de los sometidos frente al ansia; con ésto que me avanzas,
la historia que se desliza en el sueño, la visita blanca y el
proceder inimaginable,
rizado sobre el pubis, en el brote acogedor,
el equilibrado desgarro entre las piernas exactas;
con ésto que me despiertas,
el culmen del cautivo, y el vaho, y la raíz
que asoma de un natural interludio;
con la tregua que ahora indemnizas y que más tarde tendrás que
administrar;
con aquel invierno; con la ciudad
íntimamente insertada y afianzada con fuertes cimientos para
que no se pueda desplomar;
con la sombra tensa que aquella tarde, engrilletando el
flujo de la saliva,
tan cruelmente nos amputó, o la que taja el
aire justo
antes de la próxima secuencia;
con la rompiente, la aureola, la sangre,
la estrategia bajo los cobertizos, las rejas del rito,
el légamo y los guijarros y las crisálidas,
hermosas como texturas de nostalgia,
como texturas y texturas de nostalgia, que con ímpetu retorciesen
insistentes, sin ceder,
hacia un vórtice estéril, un vórtice invisible, un lugar que
no ha sido creado,
un lugar que no fue creado jamás, frío e inhóspito
(frío e inhóspito como cráneo deshabitado, golpeado y horadado
por un grito irracional);
con ésto y tu rapto y tu vestigio en ocasiones cuando observas
el ecuador de la llama sin mirar, sin enjuiciar,
sin observar, sin gemir;
con la amenaza del desasosiego incluso, el desencanto del
pasado y la alucinosis del hallarte aquí,
y la letanía de peregrinar y perder.
Así me embriagas, y te observo diluirte como se observa una
vieja fotografía
que pútrida y vacía arde,
una fotografía lejana,
una fotografía plena, inteligente, noble,
una fotografía que pudiese devorar.
Alberto Davila Vázquez
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