Amor, encendí el mundo, pisé la tierra donde beso, pisé la hierba que venía derramándose, pisé el mismo cielo que volvía tras mis pasos en esas estrellas que te nombran.
Envolví la soledad en dedalera, y en la flor de la mandrágora te di mis últimas abluciones, las que hago por las mañanas y a primera hora de las tardes, cuando los pétalos me salen en las manos y se acurrucan en mis dedos.
Amor, este otoño se queja de la lejana primavera y sus lamentos persiguen una bóveda, una bóveda cristalina que permita transpirar, que permita que el sudor que acontece con el sexo sea una agua más, y bienvenida, y que su olor de celo y de deseo desemboque entre mis pechos.
Amor, el aire se lleva el humo de los cigarrillos que se consumen en ceniza, el olor del almizcle de la hembra que transita por mis ingles, como olía mi perra, como huelen las mujeres cuando la sangre se transforma en el lagar de la vendimia, con los racimos envueltos y sagrados, para que Dionisios celebre sus rituales y el vino salpique tu cuerpo estremecido.
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