Amor, qué esconde la luz en su textura, qué sangre me da el Cristo cuando ve mi desnudez, tendida en un rosario en que mi carne es letanía.
Amor, qué cruces se me agolpan en la espalda, y cómo las recojo y las convierto en un ramo con las lágrimas.
Hubo un día en que adormecí la angustia con unas velas de plata. Las prendí, y sus llamas eran destellos azules de ausencia. Con cera me cosí la ropa de la noche y un camaleón ronco me miraba con el mismo deseo y el mismo miedo.
Amor, me naciste de los pechos, y los rumores de la leche despertaron tu esencia blanca. Más puro que las azucenas te tendiste y me nombraste.
Tu canción me daba toda la pureza, y revestida me tendí en tu risa, en tu color, en las dádivas de la tierra, y fui aborigen que nacía del agua y de las flores.
También nací de ti, como Atenea. Nací en tu mente y en la mía se disparó un naufragio: me cerní a la navegación del mar. En su timón hallé la ruta, la que me llevó a tus cercanías.
Amado, tu sangre es mi península. Tu palabra, el origen sagrado de los nombres. Tu báculo se me pierde entre las piernas, y en mis labios cristaliza una plegaria, una oración donde el Leteo no trascurre entre los mares en que la Estigia convirtió el olvido.
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