Se me perfuman las manos. Se me convierten en lluvia oscurecida, en el rocío, en el agua en que Artemisa se bañó y dejó fluir su cuerpo lunar, en su latido de insomnio y en la crueldad de sus oráculos.
Amor, se me perfuman las ingles por las noches cuando tus rosas amanecen; se me perfuman los corales que recogiste en mis entrañas, y son como vibraciones, como selvas que me cabalgan madrugadas salvajes en la sangre.
Amor, me das las horas más terribles y más oscurecidas. Me das el llanto de la estrella que se posó en tu pelo y que brillaba desnuda en la oscuridad, llena de tus ojos.
El incienso me impregna la mirada. Es de humo y mis pupilas se asemejan al silencio, cuando los párpados entierran toda la luz en sus profundidades de mar y de desierto.
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