Amor, qué hay en la caricia que no llega a rozarte en tu camino, qué hay en el beso que no puede disipar esa distancia que hay ante tus labios.
En los huesos llevo el amor, y te entrego sus delirios, la cara de la luna que se esconde a la mirada, la terrible cara de la luna que lleva las cicatrices en el alma.
¿Oyes cómo cantan las luciérnagas? ¿Las oyes temblar en su hermosura? ¿Comprendes que la luz es la encarnación de un deseo que fue más allá de las palabras y creó el mismo amor del que nacía?
Mi niño, los pétalos del tiempo se me ofrecen. Te los doy entre las lágrimas. Quiero sanar la peor de tus heridas, la más rota, la que se abre al roce y que en el ocaso sangra como el cielo.
Mi hombre, escucho el despertar de las gacelas, miro cómo duermen. Se levantan y comen de la hierba, comen de los árboles, de esas hojas, de esos brotes que renacen.
Como de tu hierba, la que tú mismo ignoras, la que desconoces que tenías, la que llevabas oculta de ti mismo y que despertó con el dolor, y con el dolor se alimentó a sí misma.
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