Amor, en qué tiempo florecieron las mimosas. Se aletargaron. Pareció que la sangre les latía como si profetizaran el adiós, como si fueran flores para adornar las tumbas de los vivos, esos sarcófagos que viven la costumbre entre sus manos como un pan caliente.
Prendí un ramo de invierno en la cintura, un ramo de frío, de escarcha penetrante, y me subía por la piel y descendía los tramos donde el hielo levitaba, como si la nieve pudiese ascender hasta los cielos donde cae.
Amor, será la profeta de tu nombre, la que anunciará tu venida, y cuando llegues me postraré en el pesebre de tus labios, en el rocío inmenso de tu boca. Te miraré. El tiempo seguirá girando junto a mí y me envolverá en sus trinos de reloj, cuando llegue el momento de la muerte.
Mi Amado, qué volcán me cubrirá con su lava mortecina, qué hambre disparará sus montículos cenicientos, y qué barro echarán sobre mí, qué lluvia lavará los restos de mi cuerpo.
Mi Amado, náceme, envuélveme en tu vello, en tu pecho de varón, en tus ingles de agua.
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