Amor, viene la nieve y tus huellas no la pisan. Estás allí, donde duermen las luciérnagas, donde las estrellas no iluminan, donde los mares mueren por carencia de sal, y la sustancia que da la sal está en mis ojos con las lágrimas.
Amor, el agua se aprisiona en el curso de los ríos, queda yerta, congelada, se ahoga en el pulso del invierno, y en el hielo permanece.
Amor, me besas en esas rosas tardías que el frío no quemó, en esas brasas que subyacen del verano, en ese palpitar que se encarna en el solsticio y que en el solsticio se acrecienta.
Amurallada, siento tu beso como un trinar de flores, siento tu boca como una ocarina y tus labios como la oración callada de diciembre que va avanzando en el Adviento.
El amanecer me vence, entre ese sol que aparecía entre tus piernas, en esa aurora entenebrecida, con el rocío que cae sobre el reflejo lunar de tu mirada, en esa plata que se extiende por tu cuerpo y que me da el oro de todas las alucinaciones.
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