Amor, las paredes blancas tenían los balcones irisados. Del cielo caían los pétalos azules, como tus ojos, y rojos, como el viento. En la puerta se leía como todavía no era la hora, como no debía entrar en el pasaje de las almas, donde entraban a cientos y sucumbían al heraldo de las flores.
Amor, en la explanada había árboles, y en los jardines había edenes pequeños y medidos, y a la espera del ángel y la barca relucían al fondo los cristales de la ciudad que duerme, levantada.
Amor, en esas aguas sólo se refleja el espejo de un mar sin las corrientes, los manantiales sin ruido, los ríos que forman lagos y que no se mueven, profundas procesiones sin alba ni tormentas, aguas grises vivas y estancadas.
Amor, hay un castillo rodeado por un bosque oscuro. Castillo blanco de grandes dimensiones, alma buena que todavía se respira en el olor de los claveles.
Amor, los santos me reciben. Les veo platicar con la costumbre de ver la divinidad a cada paso, en los claros diamantes de allá lejos que viven en nuestros propios corazones y en ellos permanecen.
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