Anochecía, y tú me hablabas de pureza. Me entretejías en las ingles y me amabas, como si yo fuera aún la niña que andaba temerosa por los campos oscuros, cuando la luz se envolvía entre la sangre que apaciguaba la muerte de la tarde, y los pájaros emitían el último trino con sus voces cansadas.
Amor, me das tu reino, un reino de dólmenes y escitas, un reino de flechas y relámpagos, con corales y una sola esmeralda con que me cubres el pelo, y que se me posa en la mirada.
Amor, qué tristeza vive entre los márgenes, cuando el negro tiñe el cielo con la sombra, y las velas alumbran las estrellas.
En las visiones el viento es un prodigio. Se inmiscuye entre los árboles, entre las flores. Se tiende y yace junto al mar. Se tiñe de luna, del malva de los días, y conoce el abismo donde muere.
Amor de centeno, de pan y de cerezas, dame unas aceitunas para dárselas a los muertos, dame aceite para ponerlo entre los pliegues de la piel adonde llegan los reflejos de ese sol que ya se ha ido, dame un beso, sólo un beso para dárselo a las luciérnagas.
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