Amor, qué verdiazules pequeñitos me trajiste, envueltos en papel y en una caja que apenas los tenía, como si fueran un señuelo de un camino que ibas a coger y en el que yo no iba a acompañarte.
Los pedacitos me encantaron. Eran trocitos de viento, gotas de lluvia inaprensibles parpadeando juntos en su interior bordado, con una alianza de coral que me trajiste del océano.
Amor, voy con las piedrecillas montadas en el oro, piedras llanas de ese río que me acercó a sus dehesas fluviales, que me llevó con él hacia el lugar donde el corazón es siempre tuyo.
Amor de árboles que florecen en enero, me diste el frío y yo cogí tu ofrenda y la razón última de tu ofrenda, el motivo real de que todavía no te has ido.
Amor, quédate entre mis piernas, en la nieve helada de mi coño, allí donde nunca has entrado, allí donde mis labios son como una enredadera, donde el hielo es como un iceberg que se va derritiendo con el agua, y el agua es el único lugar donde las almas vienen a posarse, como si entre las flores hubiera una única flor que me viviese.
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