Toqué el clítoris de la piedra con un
ligero movimiento circular del alma.
Así fue como aprendí a engastar la
amenaza de las cosas.
Así fue como supe que era huérfano de las
ingles del paisaje.
Solo tenía que dar de comer al gato y
tender la colada.
Dos días, un fin de semana que tuvo el
sabor de un científico en un paisaje desierto.
Averigüé de que manera se agazapaba la
luz mientras sostenía tus bragas de
encaje negro en el archipiélago del tiempo;
cómo la voz de la ausencia percutía en el
deseo de la obscenidad, en los
testimonios adúlteros de los muebles, en el
pulso paranoico de la voluntad.
Hice un pequeño fuego en la chimenea
cuando la urgencia de la espina dorsal
precipitó el misterio del grito sobre la cama.
La báscula de tu llama estaba por todas partes.
Era una novedad para la conciencia
abandonarse al profundo olor de tu nombre.
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