Amor, he conseguido salir de las murallas. He dejado atrás las piedras, y me he dormido allí donde la noche no entraba todavía, allí donde los pájaros se habían caído de su nido, y llameaban las antorchas.
En los alrededores de la muerte hay una senda que conduce al vértigo. En ella viven las anémonas, en sus lagos precisos y sus aguas mortecinas. Allí me bañé, con las libélulas en la piel y con la espuma jabonosa concebí un cisne blanco que se bañaba en el esperma.
Amor, esculpí con cera el nombre de tu espejo que estaba dibujado hacia el oriente, y pude ver cómo el sol salía entre los tramos amarillos y escarlatas de una pasión ingobernable.
Había trece escalones tras el sueño. Todos los subí, hasta llegar a los desvanes dónde guardas la dulzura, y la comí, la devoré, no dejé ni una suela huella tras el cielo.
Amor, sé que te llevaste mis zapatos y borraste el rastro del gemido, el que lloraba preso y decadente, al filo del no ser, y de la mentira.
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