Amor, el sol de noviembre se va yendo. Se asoma todavía con los árboles y va perdiendo su firmeza. En el suelo se acumula la hojarasca y las hojas amarillas tiñen la tierra con sus ramas.
Yo también soy amarilla, y amarillo es el cielo en el que sueñan mis corazones con tu cuerpo prendido de las nubes.
Amanece pálido, y la piel es como un trozo de ese cielo que se convirtió en serpiente. La serpiente lo sedujo y lo declaró santo en el infierno.
Amor, que te pintas de negro como un clavo, que me das la cruz y yo la quiero, y me clavas, me sufres, me suturas, me das las llamas que quedan en las velas, sus mechas pequeñitas, para que te pueda iluminar junto a mis ojos.
Amor, qué fuegos me rodean, con qué hogueras me pretenden. Yo, que te amo entre las devoraciones, por encima de las cordilleras, en medio de los archipiélagos, respiro el mar en cada rotación que da la luna y como la hierba de tu semen.
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