Amor, entre los presagios encontré una ventana que escondía la luz. Se la quedaba para dársela a los montes que nacían en tus brazos, y en la boca te besaba, con la fuerza de una cascabel, y su veneno era tan potente como el fuego que nace desde el cielo.
Como el fuego que nace desde el cielo, así caías, así tu morada se teñía de los grises que las nubes nos traían, y entre las ingles brotaban esas aguas que descendían por los labios y se encarnaban en los muertos.
Se encarnaban en los muertos y bendecían nuestros nombres. Se engalanaban con la sangre y devoraban toda la carne que existía como cuerpo, y como lastre se iban a vivir lejos de los cementerios donde habían sido sólo unos cadáveres.
Habían sido sólo unos cadáveres y frente al yugo se ponían. Persistían en su huida, y en su victoria lacerante de llagas y de pústulas convencían con su acero, y poblaban las guerras como zombis, y sus pijamas cuarteados se rompían en el acto del amor.
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