Amor, qué ternuras me perdí. Fui peregrina. Llegué hasta donde estabas, hasta el núcleo mismo de tu huida, allí donde caíste y levantaste la espada más enorme.
Entre los juncos residías. Entre los arrabales decidiste ir junto a ese río que transmite el tiempo, y pasar allí las horas mirando las piedras que el agua transportaba al estuario.
Miré también las piedras. Las miré, sus opalescencias, sus migajas, sus extensiones de arena y del lodo en que la tierra convertía la nieve más pura de las cimas.
Arbusto que rodeas la vicuña, y que en tus llamas gimes el desierto árido del Nombre, que liberas en sus ramas las vocaciones de los pájaros, los pájaros que anidan en esas ramas en llamas de la desesperación.
Amor, te hallé desnudo. Tu cuerpo era como un ramo de violetas entregadas al suspiro de Dios, y entre las flores la hierba crecía poderosa, agua verde cubriendo las alas de los ángeles que vinieron hasta ti para encontrarme.
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