Amor, qué estallido encontré cuándo te fuiste. Cayó la mañana de repente. Amaneció al lado de mi cama, y tú no estabas. Habías ido a verte en el rocío. Y el rocío me contó que en plena madrugada cogiste la mochila, la llenaste de pan y de cerveza, y al filo del alba te marchaste, sin un adiós, sin una plegaria por los muertos, sin un beso.
Estaba aterida, insuflada por el frío, herida de noche y combatiente. Temía la llegada del invierno, la soledad de las ramas desnudas, la inclemencia.
Amor, dónde estás que desespero. Sé que estás en mí, que soy tu esposa aunque no lleve tu anillo. Mi alma es tuya, y allí donde descansa, en su lugar de hadas, te espera insomne, por una eternidad de estrellas que se apagan en tus labios.
Amor, que cincelaste la noche y le dijiste que eras mío, devuélveme los fulgores de los astros, déjame entrar en las naves candorosas que, inocentes, se llevaron mis reliquias, mis sarcófagos amantes, hasta el final de los mares donde se juntan los océanos.
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